Cómo me convertí

Por lo visto hay personas interesadas en conocer cómo llegué a la fe católica. Han solicitado de mí que les cuente de qué manera me convertí. En vista de este sano interés, quedo obligado a explicarme.

Lo primero que debo decir es que no soy estrictamente un converso. Mis padres me bautizaron, como era común por entonces, pocas semanas después de nacer. Nací un veintiuno de abril, domingo, día del Señor, fecha tradicional de la fundación de Roma y día de San Anselmo de Canterbury, «doctor magnífico» de la Iglesia, gran sabio y gran filósofo. Recibí el primero de los sacramentos de la iniciación cristiana el siete de julio del mismo año, destacando en el santoral de dicha fecha San Fermín, y también Panteno, aunque según el santoral de siempre en ese día figuran Cirilo y Metodio, extraordinarios apóstoles de los eslavos emparentados con la hermosísima ciudad de Praga. Con el tiempo, me he dado cuenta de que estas referencias encerraban de modo secreto la gestación ulterior de mis gustos.

Inmediatamente después vinieron los años de vacío. Por suerte o por desgracia crecí en un ambiente secularizado. Durante mucho tiempo ignoré qué era la Iglesia, y a las puertas de sus templos sólo me aventuré cuando tomé solemnemente mi primera comunión, celebración de la que por cierto apenas conservo algunos recuerdos sueltos. Mis padres vivían al margen de la fe, al igual que el resto de vecinos y mi entorno más cercano. Tampoco se salvaban mis abuelos, que al menos acudían de vez en cuando a misa, siendo mis abuelas las que, perseverantes ellas, no se saltaban un día las salutíferas oraciones nocturnas. La escuela, por su parte, presumía de haberse liberado del lastre de los dogmas y enseñaba en el fondo vulgaridades. Podría decirse que a mediados de los años ochenta del siglo pasado, en el mundo se respiraba un ambiente profano y la Iglesia se encontraba en pleno proceso de demolición. Una década después, la religión para mí no significaba nada. No existía. No me afectaba.

En consecuencia asumí, sin más remedio —dada la inocencia de quien en sus primeros años de vida no concibe que lo presentado por sus mayores pueda representar una ficción insostenible (es decir, una vida sin Dios)—, asumí, como decía, dócilmente, mi condición de hijo del mundo. Y no rechisté. ¿Cómo podría haberlo hecho? ¿Qué sabía yo entonces de la vida? ¿Cómo podría haber sabido que existía escondida una realidad invisible?

Crecí por tanto como hijo del mundo. Y como hijo del mundo, más o menos protegido por un manto misterioso que ya de adulto reconocí extendido sobre mí, averigüe pronto la oposición de dos fuerzas que, en mi seno, pugnaban por sobrevivir. Una era una vitalidad exultante, una fortaleza de hierro que me permitía soñar con horizontes remotos. La otra, paradójicamente, era una enfermedad, un mal que perseguía consumir mi energía e impedirme soñar: fui asmático hasta los diez, once o doce años, no lo recuerdo muy bien, pero finalmente acabé con el monstruo. En seguida, sin darme cuenta, puse a prueba mis límites; y al vigor interior del cual ahora me sorprendo enormemente se sumó una condición atlética tremenda que me hizo sobresalir en todos los deportes. Tanto es así que me creí indestructible. Nunca me agotaba, ni me surgía ninguna lesión. La verdad es que me podría haber dedicado perfectamente al deporte profesional, pero aquello pasó y quizá algo o alguien me encaminaran en otro sentido. Sea como fuere, ese potencial físico, entre otras cosas, hizo que me mantuviera alejado de incipientes amoríos. También un pudor sobrenatural me frenó en muchas ocasiones a la hora de seducir a las chicas, o de irme a la cama con ellas sin más. Por esa razón, no podría contar nada realmente serio en este sentido hasta que llegué a la universidad.

Fue entonces, con el cambio de aires, cuando apareció ella. Sandra surgió de repente, como enviada por la providencia. Se me antojó en seguida un ser angelical reservado desde la creación del tiempo para mí. En realidad Sandra y yo no éramos dos desconocidos: supimos el uno del otro en nuestra niñez. Pero lo cierto es que apenas un par de veces se cruzaron nuestros destinos antes del encontronazo final. Y entonces literalmente me robó el corazón. Se lo quedó para ella unos cuantos años. De hecho me parece que todavía lo conserva.

Hasta entonces yo había sido un chico relativamente enamoradizo, muy romántico, muy pasional, y también muy ingenuo. Sandra rompió todos los moldes. Satisfizo todas mis expectativas. Todos mis anhelos se concretaron en ella. Todas mis atenciones y todas mis energías. Fue mi camino, mi verdad y mi vida. Y lo cierto es que me sorprendió tanto la inmensidad de ese sentimiento y me sobrepasó de tal manera, que me pareció haber despertado de un sueño, como si hubiera ingresado en un nuevo nivel de conciencia. Había creído estar vivo antes, cuando en realidad dormía. Supe de la trascendencia, en definitiva, por experiencia directa.

Como supe de Dios también por propia experiencia. Había conocido al amor de mi vida. Estaba absolutamente enamorado de Sandra, y mi cara y mis entrañas se transfiguraban al pensar en ella. Bajo semejante hechizo, un bendito día, tumbado sobre mi cama, sentí un amor tan grande, tan noble y tan apacible, que reconocí en él a Dios. Así estuve un tiempo indefinido saboreando el amor que me embargaba, que me abrumaba y henchía. Siempre que me han preguntado cómo me dio por creer, he dicho lo mismo: porque conocí a Dios cuando me enamoré por primera vez.

Al principio sublimé a mi pareja. Adoraba a Sandra. Fui su mayor fanático y el sumo sacerdote de su culto excepcional. Pero no confundí nunca a Dios con mi sentimiento desaforado hacia ella. El lenguaje del amor no tiene límites ni ve posibles rivales: se atreve con todo. Simplemente Sandra fue durante muchos años mi dios. Por eso durante esos años seguí viviendo de espaldas a Él. Porque no conocer a Jesús es no conocer a Dios. Y a lo largo de esos años no tuve más que un conocimiento superficial de su persona. Bien es cierto que algunas lecturas me acercaron a Jesús de Nazaret. Su figura empezó a interesarme enormemente. De hecho acabé llorando cuando, leyendo un libro poco recomendable, llegué al relato de la pasión. El hombre más bueno que jamás pisó este mundo no merecía un final así.

Pero fue cuando Sandra y yo rompimos cuando todo mi mundo se hundió. Inexplicablemente, y de la noche a la mañana, como son todas las cosas entre las cuales se interpone algún abismo, nuestra admirable relación se desvaneció. Que nadie pase por una experiencia de desarraigo semejante. Mi amor hasta entonces había sido el deseo insaciable de hallar lo absoluto en un ser humano. No descubrí hasta mucho después, cuando me convertí, que la necesidad de absoluto no se puede encontrar fuera de Dios. Lo cual no significa que no se pueda amar más que a Dios, sino que solo Dios nos puede colmar y abrasarnos de amor.

Por eso, si fue decisivo enamorarme de Sandra para hallar a Dios, también lo fue separarme de ella. Entender que el sentido de mi vida no procedía de ningún ser humano era lo que en todo momento me había querido decir Dios. Dios me conocía más y mejor que yo a mí mismo, y Él sabía que yo deseaba un amor total; pero un amor así solo lo puede dar Dios. Sandra podría haber sido muy importante en mi vida, fundamental humanamente hablando, pero no Dios. Por eso solo Él me sanó por dentro y puso fin a mi ostracismo. Por eso solo Dios puso fin a mi desesperación y a mi vacío.

Unas palabras de la Santísima Virgen, la madre bendita de Jesús (madre adorable que colabora con su Hijo en el proceso de salvación), unas palabras suyas, decía, que encontré en Internet, mientras deambulaba virtualmente consumido por un inmenso dolor, despertaron en mí una esperanza enterrada tiempo ha: «¡Si supieras cuánto te amo, llorarías de alegría!» ¡Me lo decía a mí! Creo que ahí volví a ver de nuevo la vida con otros ojos. En ese trance, que duró muchos meses, por no decir años, leí muchos libros que me hicieron mucho bien, y también escuché a muchos sacerdotes santos. Hasta que por mi cuenta y riesgo me acerqué a los evangelios. Allí estaba el verdadero Jesús. Descubrí de pronto a un hombre fascinante, sorprendente, sencillo, inconmensurable, único, verídico, lleno de pureza y bondad. Abracé la Biblia como el mendigo al mendrugo de pan que ha encontrado tirado en un banco, y continué indagando. Acto seguido reconocí a la Iglesia como Madre y Maestra, y seguí caminando. Ya sabía en el fondo de mi ser que Cristo era la verdad absoluta. Y yo lo había perdido todo. Había perdido todo porque Sandra lo había sido todo para mí. Así que no tenía nada que perder. Confié en lo que sabía y recé. Recé sin saber muy bien cómo se reza, pero como un niño lo haría. Y recé con todo mi corazón. Confié, insistí y esperé. Dios no tardó en responderme. La verdad es que a Dios no se le puede oír, pero habla nítidamente.

Los que siguieron a mis primeros balbuceos en la fe fueron unos años muy hermosos. Ahora me miro a mí mismo y me sorprendo de los progresos que he hecho. Pero ninguna conversión es un acontecimiento acabado. La fe, más que un peregrinaje, es una cruzada. Si no se lucha, se claudica antes o después.

A día de hoy, enamorado de todo un Dios a pesar de mis infidelidades y pobrezas, reconozco que no sé quién es Jesús, pues me sorprende cada día. Dios, en efecto, no es abarcable por nadie; se trata más bien de una fuente inagotable y purísima capaz de saciar del todo a cualquier hombre, si éste aspira y desea ardientemente la plenitud de vida y la unión íntima con el amor con mayúsculas. Por eso yo, que he bebido de la fuente de la Vida, ya no me conformo con charcos. 

Quiera el Dios de la Caridad y de la Clemencia, finalmente, que la chica que antaño fue la ocasión de mi gran hallazgo, y a la que tanto amé y sin duda sigo amando, participe conmigo de su eterna Gloria. Por ello rezo todos los días.

[Nota: La fotografía en la que aparezco junto a Sandra ha sido publicada con su permiso.]

Comentarios

  1. Hermoso relato. Muchas gracias, Luis, por compartir su experiencia. Que persevere en esta bendita cruzada que el Señor le ha permitido emprender.

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    1. Gracias por tu interés y por tu bonito deseo. Ojalá se cumpla.

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