Anunnakis y reptilianos: ¿el origen de la humanidad?


Por motivos cuasi profesionales me encuentro estudiando las civilizaciones del Creciente Fértil. Tras una indagación previa, compré hace algunas semanas media docena de libros, que, unidos a los que ya tenía, formaron un material valioso con el que pude introducirme seriamente en el estudio de las culturas egipcia y mesopotámica. Y en estos menesteres estaba yo cuando hace unos días me encontré con una persona que me confesó estar convencido de que los annunaki (misteriosos dioses del Antiguo Oriente) son los creadores del hombre y por tanto el origen de la humanidad. Por cortesía le pedí que se explicara y, con absoluto respeto, lo dejé terminar.

Al final de su alegato, este feligrés anunnaki me había bosquejado un cuadro fantasioso donde estaban difuminados incluso los pocos elementos del relato con soporte histórico. Semejante miscelánea constaba de dioses antiguos, héroes legendarios, ingeniería genética, ovnis, reptiles metamórficos, seudoarqueología y una ausencia total de mentalidad crítica (capaz de producir escalofríos).

¿Qué te parece?, me dijo cuando dejó de hablar. Me dio la impresión de que me hacía esa pregunta para tantear su fe anunnaki, pero se le veía tan convencido... 

Me parece —le contesté al fin— que tu cosmogonía se sostiene únicamente en la creencia de que los annunaki poseen existencia real. Pero los annunaki son seres míticos, como Zeus, Hera, Odín o el lobo Fenrir. Creer en la existencia de los annunaki es como creer en la existencia de los olímpicos. Además, los annunaki 
son divinidades menores dentro del complejísimo panteón mesopotámico, que no tienen existencia propia sino que se la deben al padre de los dioses, Anu, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, como ocurre con Zeus, que tiene por padre a Cronos y por abuelo a Urano, procediendo éste de Gea y ésta del Caos primigenio. Si te fijas, hace falta un creador supremo que ordene todo esto, alguien con atributos de omnipotencia y eternidad. Esta es la razón por la cual el politeísmo fue descartado enseguida por los filósofos antiguos. En realidad, las leyes más elementales de la lógica indican que sólo hay un Dios, porque no puede haber más que uno. Y es que si hubiera dos dioses, uno sería el límite del otro; ninguno de los dos sería infinito, ninguno sería perfecto; de modo que ninguno de los dos sería realmente Dios. Mira, yo creo en Jesucristo, que afirmó ser Dios y lo probó con multitud de milagros, profecías y su propia resurrección. Y Jesucristo no habló de anunnakis ni de reptilianos, sino de una trinidad de personas que comparten la misma sustancia divina, y de un ser malvado que es el diablo, y que fue descrito por Jesús como homicida desde el principio, príncipe de este mundo y padre de la mentira. Éste, de hecho, es el único reptil misterioso, descrito como serpiente en el Génesis y como dragón en el Apocalipsis. Y de éste, el diablo, guardan todos los pueblos en sus tradiciones orales un eco primitivo. Ni hay por tanto anunnakis ni reptilianos, sino un maestro de la mentira que está suscitando toda esta confusión en el mundo para que la verdad no pueda ser encontrada ni seguida.

La conversación terminó cuando después de hacer varias objeciones, el feligrés anunnaki equiparó el nivel de credibilidad de un texto literario sumerio con el de los libros más analizados e influyentes de la historia. No tenía intención de caerse del caballo, ni yo de perder más mi tiempo. Además, Francisco está predicando que cualquier credo es válido para acceder al Cielo. Y yo no soy quién para desmentirle; o sí, pero ése es otro tema.

No es de extrañar, así pues, que cuando pude pensar detenidamente en la conversación que había mantenido con el feligrés anunnaki, me vinieran inmediatamente a la memoria las famosas palabras de Chesterton: «cuando el hombre deja de creer en Dios, no es que no crea ya en nada, es que cree en cualquier cosa».

Al hilo de esto, hace unos quince días cenaba con dos viejos amigos, y de repente salieron a relucir también estos temas. Esta vez tampoco fui el insensato que encendió la mecha, lo prometo; de hecho estaba muy a gusto, y disfrutando incluso de la comida, que mis amigos no me dejaron saborear demasiado porque, a salto de mata, me abrumaban a preguntas. Hablaron muchísimo, y tengo la seguridad de que salí de allí aprendiendo yo más de ellos que ellos de mí. Si cuento esto es porque uno de ellos me dejó perplejo al decir algo que yo nunca hubiera puesto en su boca. Dijo: «la vida es demasiado perfecta para ser casualidad. Todo está muy medido». Y decía esto porque le parecía perfectamente razonable la existencia de un creador supremo. Yo, acto seguido, lo alabé por su intuición y desarrollé un poco más lo que había dicho, pero no quise decirle que esa intuición suya es conocida como el principio antrópico o el ajuste fino de la naturaleza, y que es precisamente un argumento de enorme peso para validar la existencia de Dios.

En fin, de todo esto saqué más tarde algunas conclusiones, que comparto a continuación para dar por concluido este evocador artículo.

1) Cualquier persona con sus facultades mentales intactas es capaz de reconocer la verdad.

2) Todo ser humano tiene la necesidad de creer en algo.

Lo que dijo Cherterton era la pura verdad. El ateo también tiene fe, cree en algo, aunque ese algo no sea Dios. Unos creerán en comer y beber y mañana Dios dirá. Mi amigo Christopher Fleming les dedicó un artículo magnífico titulado: «No tengo suficiente fe para ser ateo». Que lo lean, o no. A fin de cuentas los anunnaki nos hicieron libres para decidir qué leemos y qué no.

3) Y en tercer lugar, la mayor parte de las personas que están dispuestas a creer conscientemente en algo, dejan de hacerlo cuando descubren que el objeto de su creencia exige alguna clase de esfuerzo o dependencia.

Desde luego, es mucho más cómodo creer en anunnakis y reptilianos que en Jesucristo. Y por supuesto mucho más cool o atractivo de acuerdo a las modas de este inicio de tercer milenio. Aunque ahora hay cristianos de todo pelaje, condición sexual e ideología política. Así que como todos vamos a ir al Cielo según el cabecilla del catolicismo, creo que yo voy a tener que inaugurar la Cuaresma retomando la conversación donde la dejé, en el bar donde cené hace quince días, con mis dos extraños amigos.



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