Turismo moderno y gente absurda


La sed de viaje es un síntoma neto de inteligencia, decía Jardiel Poncela. Pero eso era antes del advenimiento del turismo moderno, gracias al cual cualquier idiota se cree igual a Carlos de Inglaterra por haber ido a los mismos sitios que el príncipe de Gales. Quien quiera reflexionar sobre este fenómeno de fatuidad contemporánea, aunque suponga perder el tiempo (en los trenes y aviones no queda otra), bien pronto descubrirá que bajo la máscara del turista moderno hay un pozo de resentimiento y un inmenso afán igualitario.

Empecemos diciendo que viajar es una experiencia única, es decir, que pertenece por entero a la subjetividad de cada persona. Por eso los viajes son experiencias irrepetibles, ya que cada persona percibe, vive y siente de manera distinta. No hay entonces dos viajes iguales. Nunca. Una misma persona podrá viajar setenta veces al mismo destino, con la misma compañía y el mismo medio de transporte, idénticos alojamientos y restaurantes, etc. El resultado final serán setenta experiencias distintas. Es algo obvio. Por eso si la comparativa se establece entre dos personas o más, las diferencias pueden resultar insultantes. Algo tan obvio se comprenderá mejor con un ejemplo concreto: Imaginemos la comparativa entre el adolescente desnortado que viaja con sus padres a lugares preñados de historia y pasa su estancia pendiente del móvil, con el profesor de Historia del Arte que lleva toda una vida contemplando maravillas que conoce como la palma de su mano. La diferencia es mayúscula.

Sin duda el turismo moderno es un fenómeno que tiene sus pros y sus contras. El hecho de que se haya montado toda una industria turística, al alcance de cualquiera, presenta inconvenientes y ventajas muy jugosas. Antaño no tenían las oportunidades que nosotros tenemos ahora de viajar a tantos lugares diferentes y admirables. No todo es negativo, por supuesto. Y debemos celebrar que así sea.

Ahora bien, ¿en qué hace mejor viajar al viajero corriente? Frente a la opinión común de que viajar abre los ojos, lo cierto y verdad es que esto es así en muy raras excepciones. La gran mayoría de los viajeros, ni vuelven a casa mejores personas, ni más inteligentes, ni más virtuosos. Ni tampoco con una idea más exacta de la realidad. Lo cierto es que a muy pocos les sirve de algo valioso irse de viaje. Me atrevo a decir, incluso, que no les sirve de nada, salvo para poder presumir en adelante.

Aquí está, en efecto, la motivación oculta del viajero ordinario, que no siempre coincide con un tipo de viajero de escaso nivel cultural o carente de estudios superiores (pues hay tantos ignorantes sin título como con él), y que se caracteriza por hacer saber entre sus allegados, a la mínima oportunidad, dónde ha estado y qué ha visto, pero sin saber realmente lo que ha estado viendo (no le pidamos, tampoco, peras al olmo).

Una particular, y extraña, moda viajera, que me tiene perplejo, de hecho, es la de los ateos de campeonato que no titubean a la hora de acrecentar el óbolo de San Pedro, ya sea pagando por subir a la torre de la catedral de Colonia, ya por entrar en los Museos Vaticanos, aunque luego escatimen en comida, y tomen canapés en el almuerzo y hamburguesas para la cena. Y es que parece que todos los imbéciles del mundo se han puesto de acuerdo en visitar iglesias. Lo cual es tan absurdo como si un culé gastara unos cuantos euros visitando la sala de trofeos del Real Madrid; o como si grupos de judíos ortodoxos malgastaran sus ahorros asistiendo a mítines neonazis. Siempre habrá quien diga que tiene interés cultural, o que el arte le interesa. Son muy poquitos, créanme. La mayoría de zopencos que visitan iglesias ni tienen sensibilidad religiosa ni artística. Y si no me creen, pregunten a sus ateos-visitadores-de-iglesias más allegados si han leído algún libro de arte en su vida.

Su respuesta les dará un idea cabal de su interés real por las bellas artes.

No nos engañemos: todos conocemos ateos de salón que blasfeman casi a diario y desprecian a la Iglesia con toda su alma, que lo primero que hacen al ir a Roma es echarse fotos en la Plaza de San Pedro. Por lo menos podrán decir que han estado y han visto. Gente absurda. Les contaré un secreto al respecto. ¿Saben cuál es, en parte, el motivo de la animadversión de esta gente hacia la Iglesia? Que las maravillas que ésta posee y ellos observan no son capaces de transformarles.

Pero volvamos al resentimiento que esconde el turista contemporáneo y su inmenso afán igualitario al que me refería al principio. Decía que cada viaje es único, y también que unas personas saben sacarle provecho a los viajes, y otras regresan más vacías que antes. Porque es cosa de conocimientos, sensibilidad y capacidades. Y en última instancia, los hay que son capaces y los hay incapaces (la miel y el asno y las peras y el olmo). Mis abuelas siempre me dijeron que quien no sabe, es como el que no ve, y eso les pasa a cuantos van y ven y en realidad es como si no vieran.

Pensemos ahora en las siguientes diferencias. ¿Puede ser igual la satisfacción de quien se aloja en un cinco estrellas con vistas al Coliseo que quien se alberga en un hostal de mala muerte con panorámica a un cutre patio de luces? Conozco en persona los dos extremos. ¿Puede compararse, asimismo, la experiencia de quien visita París y prueba lo mejor de su gastronomía con quien come lo que sea al menor precio posible? ¿Qué clase de tarado puede presumir de viajar en condiciones tan paupérrimas? ¿O quién presumiría de culto yendo a Londres sin dedicar unas horas a recorrer las salas del Museo Británico? Sé de presuntuosos que hablan de sus visitas a Toledo pero desconocen la obra maestra del Greco: mejor así, no sea que saturen los ignorantes la pequeña capilla de Santo Tomé.  Hace poco, por cierto, me decían que Fulanito había estado en Milán y se quejaba de que no había cosas para ver. En fin, he aquí el típico viajero pseudoculto que se cree Lawrence de Arabia.

Pero cada cual que viaje como quiera y pueda, ojo, que yo no me meto en esas cosas; lo que yo comento aquí es la petulancia del viajero común que piensa que por viajar provoca envidia, cuando en realidad ninguna persona sensata podría envidiar sus viajes.

Y es que no es igual la calidad de todos los viajes. Como no es igual la calidad de todas las carnes, ni la calidad de todas las novelas, ni la de todas las obras de teatro, las películas, o los perfumes que llevamos... ¿Acaso no hay diferencias notables entre viajar enlatado y hacerlo en clase bussines? ¿Entre dormir en una pensión y hacerlo en un hotel de lujo? Con todo y con eso, tengo muy claro que las condiciones materiales de un viaje son secundarias, si hablamos de la satisfacción y el provecho que proporciona un determinado viaje. Pues quien posee una sensibilidad exquisita y una formación óptima, extraerá de los viajes un jugo incomparable, y su delectación será suprema. Y si además quien viaja, teniendo en sí estas capacidades, honra los lugares como debe y se entusiasma con solo imaginarlos, la distancia entre esta persona y sus émulos botarates será insalvable.

Pienso por ejemplo en Carlos de Inglaterra (o en mi profesor de Historia en el Bachillerato). Ese hombre, el heredero de la corona más importante del mundo, viaja con todas las comodidades (comodidades que sólo están al alcance de unos pocos privilegiados), pero lo que en él marca la diferencia con respecto a la gran mayoría de viajeros, como ya he dicho, es su educación refinada, su sensibilidad exquisita y su interés real por la historia y el arte. Por eso lo que ve el príncipe de Gales cuando viaja por el mundo no es lo mismo que ve el turista ordinario, aunque ambos estén contemplando el mismo monumento o paseando por idéntico paisaje.

Decía al principio que gracias al turismo moderno cualquier idiota se cree igual a Carlos de Inglaterra por haber ido a los mismos sitios que éste. Y que bajo la máscara del turista moderno hay un pozo de resentimiento y un inmenso afán igualitario. Porque lo que se envidia del que viaja, en realidad, es su capacidad para disfrutar de sus viajes, no el hecho de que viaje. Con razón decía González de la Mora en su antológica obra sobre la envidia, que «la envidia nace de la situación de natural superioridad del otro, que supuestamente le genera la felicidad, y que el envidioso quiere hacer desaparecer». Por eso los imbéciles contemporáneos que envidian los viajes de otros, se declaran inferiores al instante, aunque crean que viajando donde los demás lo hacen les sitúa al mismo nivel que aquellos que envidian.

Porque no hay equivalencia alguna entre acostarse con la mujer que se ama y hacerlo con una prostituta. Un hombre se acuesta con la mujer que desea, siendo por ésta deseado, mientras que el otro hace lo que le dejan y pagando. Los dos tienen sexo, es decir, los dos viajan, pero la satisfacción no es la misma, y además sería absurdo que el segundo presumiera.

Al fin y al cabo, y para desgracia de unos cuantos, viajar a los mismos sitios no nos convierte en iguales; me temo que nos distingue más todavía. Porque el fruto de un viaje, como ya dije antes, es cuestión de capacidades, de cualidades, de sensibilidades, de saber qué se está viendo, y cuál es su importancia histórica y su trascendencia. ¿Cómo puede pensar alguien en hacerse un zumo de naranja con naranjas que no tienen jugo? ¿No se hará un buen zumo de naranja el que posea naranjas con verdadero contenido?

Es por estas razones que no me iría con gente absurda de viaje (eso que llaman viaje puede ser un infierno o la actividad más insustancial de la tierra), y es por todas estas razones que las comparaciones son odiosas; sin embargo, sí me iría a cualquier sitio con Carlos de Inglaterra. Sé que no es recomendable acercarse demasiado a esa familia, pero es que entre tanta gente absurda se hace difícil mantener una conversación interesante sobre algún viaje. ¿Pues qué podrá contar a su vuelta el que no sabe, salvo alguna curiosidad y dos o tres tonterías? 

Prefiero, en fin, gastar mi tiempo delante del sagrario, cultivando la soledad entre pinares y peñascos, frecuentando personas afables y de cierta hondura, escudriñando misterios sagrados y profanos, y, sobre todo, envuelto entre libros preparando el siguiente viaje.



Comentarios

  1. Has puesto el dedo en la llaga, querido Luis. No serás el escritor más simpático del mundo pero si uno de los que dicen verdades más grandes.

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