El mundo de ayer, el mundo de hoy, los mundos perdidos

Releyendo las memorias de Stefan Zweig, al hilo de los últimos acontecimientos en Siria, me planteo el interrogante de si correré yo la misma suerte que los hombres y mujeres de las dos grandes guerras mundiales. Si estuviera loco no me haría esta pregunta. Si estuviera ciego, ni siquiera me plantearía lo que digo. Pero el mundo en el que vivo, podrido hasta la médula, está al borde del abismo. Y sin embargo se cree libre y seguro, al abrigo de la tormenta, lejos del Harmagedón final. 

Zweig define en sus memorias a la época anterior a la Primera Guerra Mundial como «la edad de oro de la seguridad». Aquel mundo, nos han contado, se trataba de un mundo libre y exento de riesgo. Y dicho sentimiento, antes y ahora, «era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su parte de este bien precioso». Pero Zweig señala que este sentimiento de confianza escondía una arrogancia peligrosa: «El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia "el mejor de los mundos". Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas»...

Zweig se refería, claro está, a las dos primeras guerras mundiales. Hoy, al menos en lo que a mí respecta, sé que es una posibilidad, ciertamente probable, contemplar la devastación de un mundo emplazado a extinguirse por medio de una Tercera Guerra Mundial. Muy capaces de lanzarnos hacia ella son los Gobiernos execrables que hoy se erigen como supuestas autoridades. 

Y es que sería de una ingenuidad culpable creer que los malos gobernantes no traen desgracias a sus pueblos. De hecho, con amargura y cierta impotencia expresaban su desesperación los egipcios ante el faraón, causante de los males que Dios les enviaba en forma de plagas: «¿Hasta cuándo va a ser este hombre nuestra ruina?», declamaban, como recoge el libro del Éxodo. 

Al fin y al cabo, el mundo de ayer y el mundo de hoy son dos mundos perdidos. Al mundo de Stefan Zweig lo borró de un plumazo la Gran Guerra, cubriéndolo de sal (como un rumor histórico afirma de Cartago) la Segunda. Aquel mundo fue transformado por la revolución industrial, este mundo nuestro ha sido transformado —hasta el punto de ser irreconocible para nuestros abuelos— por la revolución tecnológica. ¿Qué deparará el futuro? En el mejor de los casos la vejez; en el peor, un mundo cubierto de polvo y cenizas o una tiranía ideológica global de proporciones nunca vistas. De momento los principales actores se están tanteando, calculando el coste necesario para dar paso a una nueva era, mientras el mundo en el que yo crecí se desvanece como un fantasma con la llegada de la noche.


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