De quijotesca y bucólica raigambre: un pueblo de La Mancha, una petición a Don Quijote y al ángel de Cervantes

Por mi sangre no corre sangre de reyes, ni estoy emparentado con ilustres barones o añosos señores feudales. Al menos que yo sepa. Mis inmediatos antepasados trabajaron el campo a conciencia, y vivieron buena parte de su vida a la intemperie. Fueron, en todo caso, vasallos del arado y de las témporas, del ciclo inquebrantable de las estaciones del año y de la liturgia o leyes propias de las tierras de labranza.

Mis orígenes, pues, son virgilianos, a pesar de que mi metrópoli predilecta es la Gran Urbe. He aquí las dos caras de Jano, recordándonos a los hombres que somos seres de apetitos enfrentados, de pretensiones opuestas y de sueños incompatibles. Pero lo cierto es que asciendo del campo, y por mi sangre corre sangre de labradores, agricultores y conductores de ganado.

Tal vez por este exceso de églogas y bucólicas en mis glóbulos rojos y blancos desarrollé desde niño una hipersensibilidad a la vida rústica, la cual sin embargo me inspira y me embruja, a pesar de provocarme una soportable y pasajera alergia. Nací y me crié, por tanto, en una apacible tierra, hermana de Castilla, entre olivos y pinares, chopos e higueras, olmos y zarzales, carrascas y espinos, setas de cardo y níscalos, agradables montes y fértiles labrantíos, huertas de abundante hortaliza y generosos hontanares diseminados por distintos sitios, entre matas de romero y tomillo.


A decir verdad, aquí nunca faltó pan para quien tuviera harina. Ni les tembló el pulso a los autóctonos para degollar verracos en aras de la matanza de invierno. Con la sangre hervida del animal sacrificado hacían morcillas las mozas, añadiendo a aquélla un canasto de cebollas. San Juan, una de tantas fiestas cristianas que antaño organizaban la actividad agraria de todo el año, sigue señalando la plenitud de la manzanilla borde y el esplendor del agro, anunciando la llegada de la siega y el paso al tórrido verano.

Las campanas de la iglesia parroquial aún redoblan, pero con menos frecuencia y más débiles que en el pasado. La fe se va extinguiendo, como los más oriundos ancianos. Pero al Señor todavía se le mima menos que a la Virgen del Rosario.

En fin, tierra de recios y ricos potajes ésta, de campos donde abunda el centeno, la cebada, la avena y el trigo. Tierra que va quedando huérfana al marchar los mayores, y más sabios, a nuevas e ignotas orillas. Y parajes, en definitiva, donde germinan el ensueño y la fantasía, y también donde, quizá por ser terreno de secano, surge de cuando en cuando un loco al que se le ha secado el cerebro, de sus muchas lecturas o por lo que ha ido echando su abuela al fondo de las ollas —tal vez por ambas cosas—, para seguir las huellas del último caballero andante. Razón de peso por la cual recorre el campo manchego, con la esperanza de divisar a Don Quijote, al que invoca con lágrimas en los ojos y el corazón encogido. Únicamente desea pedirle que a este pueblo no lo cerquen los malvados ni padezca regidores infames, que no le alcance el progreso engañoso de este mundo falso, y que a ser posible lo envuelva en el olvido, haciéndolo invisible para éste.

De hecho, dicho loco afirma que entre los campos sembrados de azafrán y las tierras dejadas en barbecho aún puede verse a Don Quijote y a Sancho, y aun al ángel de Cervantes. 

Y yo lo creo, porque más de una vez los he visto, felices y desmadejados entre los áureos trigales, sesteando a la sombra de cierta noguera, ensartando bellacos, endriagos, alacranes y culebras (en la cueva de los Niñotes y en el pico de la Buitrera), y sobre todo atravesando caminos polvorientos e inspirando a sus gentes lecciones eternas.




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