Homeland, valoración de la séptima temporada


Homeland es una de las mejores series de televisión de la última década, y sin duda una de las más logradas del atractivo género de espías. Y ahora, tras siete temporadas, me ha parecido oportuno hacer alguna valoración, centrándome principalmente en la séptima, que no será la última.

Después de siete temporadas en lo más alto, Homeland empieza a evidenciar signos de cansancio. Su factura técnica sigue siendo brillante, e igualmente brillante es el apartado interpretativo, con Claire Danes y Mandy Patinkin en plan estelar. Pero quizá por haber alcanzado tan gran éxito, en la serie ha acabado penetrando un tufo ideológico haciéndole perder profundidad, sagacidad y disimulo.


Dividida la temporada en doce capítulos, se podría decir que hay dos partes claramente diferenciadas, separadas por el episodio cuarto. Hasta el cuarto capítulo el argumento gira en torno a la gestión de la presidenta de los Estados Unidos, Elizabeth Keane, y la oposición que le presenta a ésta un periodista independiente, Brett O'Keefe, que la considera una dictadora.

La cuestión de fondo de este primer tramo de la temporada tiene como asunto principal, por tanto, el derecho del pueblo estadounidense a poseer y portar armas; derecho, por cierto, protegido por la Segunda Enmienda de la Constitución. Y derecho, sin embargo, impugnado por los sectores progresistas de la sociedad norteamericana, que aquí en Homeland tienen un altavoz. En cualquier caso, la solución del conflicto que plantea la serie es un aviso para navegantes en toda regla. Así, el final del capítulo cuarto se convierte en una repetición de la matanza de Waco ordenada por el satánico matrimonio Clinton el 28 de febrero de 1993.

Lección: El Estado es más fuerte que nosotros, y por muchas armas que acumulemos, por mucha resistencia armada que presentemos, y por mucha razón que tengamos, nos acabará aplastando. Eso es lo que en Homeland nos vienen a decir.

Pero el capítulo cuarto inicia al mismo tiempo el segundo tramo de la temporada, haciendo entrar a los rusos en escena (para manipular el conflicto interno y sacar tajada). Y aquí es donde vuelve a olerse el tufillo ideológico en la serie; ese tufillo que no existía en temporadas anteriores o que quedaba encubierto, y que se permite hablar en defensa de no sé qué democracia, de las bondades de los nuestros y de las maldades de los otros, que en este caso son los maléficos rusos. Yo diría, visto lo visto, que la población empieza a reaccionar en masa contra los abusos periodísticos, votando a personajes como Trump, que tendrán un estilo más o menos adecuado, pero que van de cara y algo bueno tendrán cuando reciben las iras y el desprecio de los medios de manipulación masiva.


Con todo, no dejan de entretener los capítulos de la trama rusa, con desenlace pirotécnico en Moscú y una Carrie Mathison en plan heroína. Le sobran quizá minutos a su vida personal, complicada más si cabe por la disputa de la custodia de su hija, pero que sirven, no en vano, para caracterizar aún mejor a su excesiva protagonista.

El sorprendente final, que me recuerda inevitablemente a 24, y a cuando Jack Bauer las pasaba putas, es un síntoma más de fatiga. Porque Homeland, al contrario que el Real Madrid con Cristiano Ronaldo, no puede prescindir de su máxima figura, así que Carrie volverá en sí de la manera más simplona posible y volverá a impedir otra nueva conspiración contra la seguridad nacional. Que será seguramente la última, porque algún pez gordo habrá decidido sacrificar la enorme calidad artística de la serie, en nombre de una vulgar ficción política. Y porque los espectadores, que seremos más o menos tontos, lo somos hasta ciertos límites.



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