Dos hombres buenos en una terraza


Ayer tarde, iba yo pensando en mis cosas, a unas horas en las que el ambiente empezaba a ser mucho más amable, cuando dos hombres buenos reclamaron mi atención desde una terraza. Con seguridad, de no haberme visto ellos, yo hubiera pasado de largo. Sin embargo, al advertir por el rabillo del ojo sus gestos, me desvié para saludarlos, esbozando una sincera sonrisa. Se trataba de esa clase de personas que siempre da gusto encontrarse en la calle.

—¿Cómo estáis? —dije al llegar a ellos, mientras les estrechaba las manos.
—Hola Luis. ¿Qué tal? ¿Has estudiado mucho?
—No. La verdad es que no. He leído mucho, pero estudiar, lo que se dice estudiar de forma ordenada, nada. Desde que acabamos el curso, cero.
—Pues nosotros estamos valorando en qué asignaturas nos vamos a matricular en septiembre; si es que lo hacemos.
—Me lo creo. Aunque al final ya sabéis que siempre se acaba uno matriculando en más de las que puede.
—Sí, sí. Siempre pasa. Es verdad.
—Entonces no has estudiado nada. Ni preparado clases tampoco.
—Tampoco. Ahora no apetece.
—Ya, con este calor... El verano, de todas formas, es para desconectar.
—Pues sí —convine yo—. Además, no nos falta estudio durante el resto del año, ¿verdad? Ya llegará septiembre.

Y como no quería hacer esperar a la persona que me acompañaba, me despedí en seguida de aquellos dos hombres buenos; eso sí, con la promesa en firme bajo el brazo de encontrarnos en los próximos días para tomar algo.

Con todo, de aquel encuentro fugaz y absolutamente ordinario me vino a la mente, horas después, y quién sabe por qué motivo, una frase inocente de uno de aquellos hombres buenos: «el verano es para desconectar». Y entonces, sin poder evitarlo, empecé a darle vueltas a la idea misma de «desconexión».

Hasta la fecha —y hemos entrado ya en la tercera semana del mes de agosto—, no podría negar que sigo conectado a aquello que me tiene las veinticuatro horas del día concentrado. Mi cabeza no descansa ni interrumpe nunca lo suficiente la comunicación con aquellas aficiones que encienden mi libido sciendi y mantienen permanentemente vivo mi interés. A día de hoy tengo que responder a varias publicaciones periódicas; llevo a medias varias novelas y varios trabajos que abarcan o afectan a varias disciplinas y a distintos géneros literarios; constantemente se me ocurren nuevas ideas que poner por escrito o cuestiones sobre las que hacer públicas mis reflexiones, investigaciones o conocimiento; anoto en los papeles que primero tengo a mano sugerencias que me asaltan sobre la marcha, o las valoraciones que me parecen oportunas sobre las lecturas que realizo; leo al mismo tiempo más de media docena de libros, y antes de acabar alguno ya sé con qué lectura prosigo. Y, por si fuera poco, los saberes que cubro, aun siendo todos tallos de un mismo árbol, se extienden tanto que ninguno pude recorrerse por entero. Mi curiosidad afecta a campos tan vastos como la religión, la historia, la mitología, la filosofía, la literatura o el arte; y de momento no hago ascos a ninguno de ellos.

Por eso desde hace años mi cabeza es el asiento de una espectacular tormenta.

¿Pero podrá creerme alguien si digo que no lo lamento? El aburrimiento en mí, es quimera: ni posible ni verdadero. Disfruto con lo que hago y deseo seguir haciéndolo. Que mi vida gire en torno a las obras y estudios clásicos y en torno a los libros inspirados y las bibliotecas, para mí es un privilegio. 

Sin embargo, cuando el escritor ha acabado una obra, ya está pensando en la siguiente, desvinculándose de la anterior, como si ésta tuviera vida propia.

En mi cabeza hay en estos momentos al menos dos futuras obras que me gustaría tratar con exquisito esmero. Un drama romántico y la biografía novelada de mis abuelos. ¿Y si fueran ambas dos obras maestras? ¿Me negaría por eso a intentar crear una tercera? ¿Dejaría de escribir? ¿Dejaría de leer? ¿Dejaría de tener conexión con la bondad y la belleza? No lo sé. De momento sigo conectado a estas cosas porque las necesito.

Al fin, estos buenos hombres sentados en una terraza cualquiera con la que abría este extraño escrito, tenían razón al aludir a la necesidad de «desconectar» que tenemos todos de vez en cuando. Entonces, ¿por qué, aunque mi cuerpo está más descansado que nunca —y tal vez por eso menos en forma que nunca—, mi cabeza sigue conectada a mis pasiones día y noche, en ebullición, de igual modo que las raíces de una zarza se agarran al terreno donde está implantada? 

Pues supongo que de la misma manera que nuestro organismo ansía estar conectado con los alimentos que lo nutren y vivifican, los espíritus ardientes ansiamos también estar conectados con aquellas cosas que nos apasionan y producen en nosotros un inmenso gusto.


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