Los libros y la vida

Leyendo hace unos días una novela negra, me encontré con una reflexión sobre la lectura y la vida que me dejó pensando un buen rato. La idea brotaba del coloquio entre un hombre y una mujer. Él le preguntaba a ella si había sido en su pueblo donde había leído toda la obra de Dostoievski. Ella respondía concluyente: «¡No, por Dios! Allí vivía. A leer aprendí cuando vida se quitó de en medio».

Al instante reconocí la sublime verdad de esta respuesta, identificándome con ella enseguida. Lo cierto es que yo no comencé a leer literatura seria hasta muy tarde. Antes vivía. Cuando los libros entraron en mi vida, de algún modo dejé de vivir. En el ínterin sin embargo seguí viviendo, de manera misteriosa, eso sí; pero para cuando los libros se apoderaron definitivamente de mí, yo pasé a vivir en ellos, y la realidad perdió para mí casi todo su interés.

Por eso en estos últimos años me he descubierto incesantemente caminando por la calle, absorto en mis pensamientos, indagando sobre esto o aquello, cavilando sobre tal teoría o no sé qué pensador. Doy fe de que se puede vivir sumergido en una constelación de volúmenes. O malvivir, mejor dicho. Y de tal modo que el entorno llega a perder toda su gracia y color. No es fácil restaurar el equilibrio, saborear de nuevo el mundo real, cuando se ha discurrido en el contenido de un libro cualquiera incluso estando dormido... Es decir, la chica de la novela constataba una realidad. Los libros ejercen un influjo poderoso; y son un arma de doble filo, pues tienen la facultad de esculpir el carácter y configurar la óptica personal. Por tanto, vivir sumido en las letras, sobre todo en las profanas, es no vivir, si vivir es sentir la impresión de aquello que nos rodea.

Y yo he estado viviendo demasiado tiempo sin saborear épocas tan mágicas y entrañables como la Navidad, que ya se acerca. Hacía siglos que no apreciaba el maravilloso olor a castañas asadas de los puestos callejeros; hacía no sé cuanto tiempo que no admiraba las hojas caídas ocupando las aceras y los paseos, y las ramas desnudas de los árboles en invierno, en días de calma y con el sol poniéndose; hacía siglos, en definitiva, que no me detenía a contemplar mi alrededor sin pensar en nada más. Y si lo hice durante estos últimos años fue algo puntual. Por eso he perdido la noción del tiempo que llevo sin aspirar el aroma de la vida con regularidad, o sin verme sin un maldito libro entre las manos. 

Enfermo de hiperactividad mental, y habiendo pasado por momentos más o menos agudos de este trastorno libresco, me he encontrado en el pasado disperso y ajeno a la vida real. Una excesiva atención a los libros casi me convierte en un reflejo del pobre Fausto, docto en los misterios humanos y divinos, pero tan ajeno a la sencillez de las cosas profundas como a la profundidad de las cosas sencillas.

Sin duda tenía razón la chica de la novela al decir que cuando se comienza a leer se deja de vivir, porque al abrir un libro cualquiera siempre existe el riesgo de quedar encerrado en su mundo (o transformado por él, que lo mismo da). Y sin embargo, ¿cómo resistirse a un buen libro? A un buen libro de verdad. ¿Quién me convencerá entonces de que leer por ejemplo los Santos Evangelios no es vivir? O la Ilíada, la Divina Comedia, El señor de los anillos o el Poema de Gilgamesh. Y es que, a pesar de los pesares, al leer un buen libro al calor de un brasero y con el mundo en silencio se está tan bien...


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