Visiones en el Museo del Prado: El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel
Desde el punto de vista de un
espectador, los museos son lugares donde se exponen obras de arte más o menos
interesantes. Por lo general, se da por hecho que estos objetos artísticos son
apropiados para todos los públicos. Sin embargo, me pregunto qué diría yo a un
infante, a una de esas criaturas de alma inocente y suave, que se viera
subyugada de repente por la macabra escena pintada por el viejo Pieter
Brueghel. Cómo evitar ese cuadro, que sin duda es capaz de causar una viva
impresión en los espíritus más jóvenes y blandos, y que atrae por sí sólo a
cuantos orbitan en torno suyo en el Museo del Prado. Y, sobre todo, cómo
decirle a ese niño que lo que mira con tanta atención es una visión inmisericorde
de la muerte y, por tanto, una sombría reflexión acerca de ésta. Al menos en apariencia.
El
triunfo de la muerte es un cuadro dantesco. Aquí no me cabe ninguna duda. Refiere
un día de furia, tal vez el día de la venganza de Dios, y la desesperada lucha
de los vivos por escapar de la muerte, personificada en un ejército de
esqueletos que asolan la Tierra y aniquilan a la humanidad.
El cuadro es complejo. Una
actividad febril se distribuye por toda la escena, con enjambres humanos
hostigados por emisarios de la muerte. Y aunque la pintura no se oye ni se
inmuta con el paso del tiempo, su ruido se percibe nítidamente, en forma de
gritos, llamas que se estremecen, hachas que hienden árboles ya muertos, y
tambores de guerra.
También suenan las trompetas
del fin del mundo, y una pareja de esqueletos bate un par de campanas,
anunciando la hora suprema de los vivientes. Desde ese rincón del cuadro, en el
lado izquierdo del mismo, y sobre el torreón elevado, se contempla mejor el
espectáculo siniestro. Desde ahí se anima al exterminio, y desde ahí se aprecia
mejor su mensaje.
John Donne escribirá, poco
después de pintado este cuadro (fechado en torno a 1562), el más popular de sus
poemas, que parece escrito para inspirarnos a recrear nuestros ojos asombrados
en la visión apocalíptica:
¿Quién
no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién
quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién
no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién
puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
(…)
Nunca
preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
El sentido moralizante de la
pintura se impone irremediablemente en un primer vistazo. El hombre, desde que
es concebido, está amenazado de muerte. Ya en el seno de nuestras madres, de
hecho, tenemos sellado nuestro destino. Y esta ley eterna es una gran verdad y
un gran misterio. Arcano, por cierto, del que no puede sustraerse ni siquiera
uno de aquellos soldados de la muerte, meditando en torno al cadáver de un
pajarillo. Es éste quizá uno de los detalles más reveladores de esta tabla
agónica e introspectiva.
A mediados del siglo XVI, en la
Cristiandad se tenía familiaridad con la muerte. Sucesivas pestes habían
destruido en los siglos previos millones de vidas, y la misma muerte acabó
siendo personificada y representada en un nuevo género artístico. Las llamadas danzas de la muerte o danzas macabras fueron representaciones
gráficas o literarias de cortejos o bailes presididos por la muerte como fuerza
niveladora de todos los estamentos. Funcionaban por tanto como alegorías de la
fugacidad de la vida, recordando a los vivos, por un lado, que los placeres mundanos
son pasajeros y, por otro, que morir es un peaje de todo punto inevitable.
Y así nos lo recuerda el artista
en primer plano. El viejo Brueghel dibujó en la esquina inferior izquierda un
rey moribundo. Es un personaje de sobra conocido por el público. A su espalda,
una cruel osamenta le enseña una clepsidra o reloj de arena, símbolo de la
precariedad de nuestra vida y del paso del tiempo. El soberano, empero, no se
resigna, y hace un inútil esfuerzo por llevarse consigo las monedas de oro que
otro malvado esqueleto está desvalijando de una cuba, propiedad del desahuciado
monarca.
Concurren entonces a la mente
infinidad de pasajes bíblicos: «No pongas tu confianza en riquezas inicuas, y
no digas: tengo lo bastante para vivir; porque de nada te servirá eso al tiempo
de la venganza y de la oscuridad» (Eclesiástico 5, 1). Y Job, asimismo, concluye
sabiamente: «Desnudo salí de las entrañas de mi madre y desnudo volveré allí»
(1, 21). Así pues, ni ese rey, ni ninguno de nosotros, nos llevaremos al otro
mundo ningún bien material, por mucho que se codicie.
La codicia o la avaricia, la pereza, el tiempo malgastado en juegos recreativos y en ocio, la gula, la lujuria, y otros pecados capitales se representan también en primer plano. Los poderosos perecen igual que los débiles de este mundo. Un cardenal, desfallecido, da la espalda al espectador; y para colmo, uno de los esqueletos burlones y sádicos, que cubre su cráneo con un capelo, lo sostiene, como si su final no fuera a ser idéntico que el de los desgraciados campesinos que son dirigidos, en medio de un orgasmo masivo, hacia el matadero con forma de ataúd gigante.
Alrededor de la mesa, algunos
caballeros hacen frente a los heraldos apocalípticos; uno de ellos lanza un
mandoble, otro está a punto de recibir una lanzada, un tercero aprovecha uno de
los enseres para defenderse; y otro más, tras ellos, comienza a desenvainar su
espada, atónito, incrédulo. Los juegos de mesa están en el suelo, las cartas
aparecen esparcidas y pisoteadas; no hay duda de que la suerte para todos ellos
está echada. Entre tanto, el aprensivo bufón trata de esconderse bajo las faldas de la mesa;
y otro esqueleto, frente a él, con máscara y vestido de ceremonia, derrama el
licor de los odres y sugiere que se ha acabado la fiesta.
Sobre la mesa a la que antes
aludíamos, y que todavía conserva parte de la vajilla y algunos panes, se
observa un detalle extrañamente inadvertido e irónico que subraya aún más, si
cabe, el mensaje descorazonador y trágico: dentro de la panera que aparece en
el centro de la mesa hay una calavera. Y sobre la fuente de plata que sostiene
un divertido esqueleto, otra. Es decir, de nada sirve celebrar un
acontecimiento ni preparar un banquete, porque la muerte siempre acaba por
sorprendernos o darnos alcance. De nada vale gozar, entonces, porque el gozo es
breve y al final siempre se interrumpe.
A pesar del horror que arrastra
tras de sí la muerte odiosa y funesta, ella únicamente cumple con su deber, con
su misión antiguamente asignada: devastarlo todo, segar vidas humanas y extender
la desolación por donde pasa. En el centro del cuadro otra figura de
inspiración bíblica hace gala de su fidelidad a esa negra tarea que
comentábamos. Sobre un rocín rojizo, que en el libro profético del Apocalipsis representa la guerra, otro
caudillo de la parca agita su hoz frente a una montonera de cuerpos
despavoridos y condenados a sufrir la escrupulosa hoja de espadas, segures y
guadañas, empuñadas por los soldados del ejército enemigo.
A presentar batalla a la vida
es a lo que vienen esos emisarios fatales. Ellos hacen la guerra a los vivos,
trayendo en consecuencia la muerte. Por eso bajo los cuerpos recién abatidos se
aprecia un caballo ambarino, que en este caso sí representa la muerte.
Una atrocidad es lo que se está
cometiendo ante nuestros ojos. Esa es la verdad. Y cuanto más se fijan éstos en
los detalles, más horror causan las expresiones y las desgracias ajenas. Terror
refleja por ejemplo el rostro del hombre que ruega por su vida con una mano
levantada justo en el instante previo a recibir el impacto de un hacha. Un
siniestro perro famélico provoca igualmente escalofríos al acercarse y husmear
a una criatura que yace en el suelo entre los brazos de su madre muerta. Un
peregrino es degollado a la vista de cualquiera a sangre fría. El caballo bayo
que arrastra una carreta llena de cadáveres, presenta una mueca tan perversa
que pone los nervios de punta.
Y en lontananza, los más
terribles suplicios. Se ven por doquier personas torturadas en la rueda; de
árboles y postes cuelgan otros tantos hombres, y alguno, que trata de
esconderse entre el hueco de un tronco reseco, recibe un inesperado y
definitivo lanzazo. No hay escapatoria.
En cierta colina se achicharran
vivos varios crucificados, los barcos se hunden entre llamas a lo lejos, e
incluso los árboles se desmochan y se talan sin miramiento.
Una punzada de dolor sobrevive
cuando la vista se detiene en ese condenado que cuelga del gran árbol que se
ubica a la derecha. Sus largas extremidades embrujan el alma y estremecen. Tan
largo y tan muerto. Y también duele cuando se mira a la pareja de amantes, en
la parte inferior del cuadro, embelesados, y a los que cruelmente un esqueleto
proporciona sus últimos acordes. Porque ni siquiera el amor sobrevive.
En suma, los detalles son casi
infinitos, y las muestras de crueldad, cada vez más mayores. Pero el mayor mal
se concentra en el corazón del cuadro. Ahí se encuentra el abismo, el Hades que
va en pos de los caballos apocalípticos, representado como un fuerte o castillo
cuyas enormes puertas parecen las fauces de una fiera, y los hierros que la
protegen, sus afilados colmillos.
En sus inmediaciones se
encuentran extraños monstruos y revolotean negras aves de mal agüero. Por
detrás, vemos asomar un personaje clave, el demonio, que muestra al espectador
burlonamente la mitad de su cuerpo, como si quisiera ser advertido. Finalmente,
entre las almenas, coronando los muros de la mortal fortaleza, surge otro ser
misterioso que lleva una especie de velo, y que, impertérrito, observa todas y
cada una de las violencias.
La humanidad no tiene salida.
La muerte es irrevocable. ¿Para qué seguir describiendo los pormenores y hacer
aumentar nuestra angustia? La enseñanza es evidente, y la eficacia pedagógica
del cuadro difícilmente mejorable. Frente a la muerte, el hombre nada puede. ¿Pero
es la muerte el final? Creo que cabe hacerse esta pregunta.
El mensaje de Brueghel es claro
al respecto de las esperanzas mundanas. Mueren justos e injustos, ricos y
pobres, sabios e ignorantes. Todos mueren. Todos vamos a morir. Ahora bien,
¿hay algún elemento en la pintura que permita creer que la muerte no es el
final? La respuesta es «sí». Las cruces que aparecen diseminadas a lo largo y
ancho del paisaje dantesco y que han pasado generalmente desapercibidas, o al
menos no han tenido peso en el análisis de esta obra por parte de ningún crítico.
Que yo sepa.
En cualquier caso, no puede ser
casual que haya tantas cruces diseminadas en esta visión donde triunfa la
muerte. La cruz, por un lado, hace referencia a la condena a muerte que nos
corresponde en tanto criaturas que perdimos el don de la inmortalidad y que somos,
en buena medida, pecadores. La muerte es consecuencia de este pecado. Por
tanto, la muerte es una cruz que ha de soportar el hombre por su pecado, un
enorme precio a pagar por su vida alejada de los mandamientos de Dios, por su
condición caída, la cual conduce a la muerte. De ahí que los esqueletos porten
esta insignia en sus escudos, y que la fosa común a la que van a parar los
desgraciados hombres en pelotones muestre esa misma cruz en su enorme puerta de
metal.
Por otro lado, la cruz es señal
de victoria para el cristianismo. En ella muere Jesús para salvar al mundo al
derramar su sangre redentora. En consecuencia, la cruz se convierte en motivo
de gloria y en señal de esperanza para alcanzar la salvación futura. ¿Qué hacen
esas cruces en medio de tan desolado paisaje, sino aportar algo de esperanza?
En el Evangelio según San Lucas, Jesucristo vaticina a los suyos la ruina
del templo de Jerusalén y la llegada, en su momento, del fin del mundo.
Entonces les dice que habrá guerras y revoluciones en todas partes, grandes
terremotos, hambres y pestes, prodigios aterradores y grandes señales en los
cielos. Avisa a los suyos de que los hombres malvados los perseguirán y
entregarán a las autoridades para ser masacrados. «Y habrá señales en el sol,
la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa
de la confusión por el ruido del mar y la agitación de sus olas. Los hombres
desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en
el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces es cuando
verán al Hijo del hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria.
Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza,
porque vuestra redención está cerca» (Lucas 21, 25-28). Por tanto, ¡hay esperanza!
Yo veo precisamente en esas
cruces sembradas por aquí y allá en el espantoso paisaje esa alusión velada a
confiar en las palabras de Jesús. Y aunque es verdad que algunos comentaristas
han creído leer en el cuadro un mensaje oculto en latín, descifrado a partir de
las xilografías de Hans Holbein el Joven, y que diría «VITA», no se puede
olvidar, tampoco, que como dice San Pablo en su primera carta a los corintios,
«el último enemigo aniquilado será la muerte» (15, 26). Pero no lo será por los
hombres, que son impotentes ante ella. No. La muerte será derrotada por quien
tiene poder para vencerla.
«Porque si por un hombre vino
la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos,
por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto: primero
Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo;
después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez
aniquilado todo principado, poder y fuerza. Porque es necesario que Él reine
hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies» (15, 20-26).
Además, una lejana figura que nos encoge el corazón al verla arrodillada y sentenciada bajo la espada de un emisario de la muerte, sostiene fuertemente una pequeña crucecita. Podría pensarse que ese hombre se agarra a la cruz para salvarse, pero tal vez no ignore que va a morir irremediablemente, y lo que hace, por tanto, es rogar por su alma. ¿Se ha fijado alguien en que lleva los ojos vendados? Pues por alguna razón dice el autor bíblico en la Carta a los Hebreos que la fe es «la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve» (11, 1).
Además, una lejana figura que nos encoge el corazón al verla arrodillada y sentenciada bajo la espada de un emisario de la muerte, sostiene fuertemente una pequeña crucecita. Podría pensarse que ese hombre se agarra a la cruz para salvarse, pero tal vez no ignore que va a morir irremediablemente, y lo que hace, por tanto, es rogar por su alma. ¿Se ha fijado alguien en que lleva los ojos vendados? Pues por alguna razón dice el autor bíblico en la Carta a los Hebreos que la fe es «la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve» (11, 1).
Después de todo, puede que esta
visión particular no interese a los observadores no creyentes de esta pintura
maravillosa y desasosegante. Pero tendrán que responder ante las cruces
esparcidas por Brueghel. Puede, además, que no deseen ir más allá de lo evidente,
del triunfo incuestionable de la muerte sobre las cosas mundanas. Puede que
aplacen la respuesta a la pregunta que yo antes me formulaba: ¿Es la muerte el
final de la vida? Puede que digan que no lo saben. Ningún muerto ha venido para
contárnoslo. Y ellos, además, no creen en fábulas
religiosas.
Sin embargo, retaría a todos
aquellos que creen que aquí hay un triunfo absoluto de la muerte a que usen
únicamente lo que sí sabemos a partir de los sentidos. Y yo entonces les haría
mirar a ese estrecho horizonte crepuscular, cubierto en buena medida por llamas
y columnas de humo. Y entonces les preguntaría si, dada la escena representada
en tan grandioso cuadro, consideran adecuado un celaje decadente al que
amenazan en breve las más oscuras tinieblas. Sólo cuando afirmaran convencidos
que así es, les preguntaría finalmente si en su experiencia cotidiana han
vivido algún día en el que al atardecer no le haya sucedido la noche, y a la
noche la más radiante alborada.
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